Mi contribución al debate sobre los incendios forestales.
Competencias 'versus' incompetentes | El Independiente de Granada
Competencias versus
incompetentes
Sacando
punta
Ignacio
Henares Civantos
Espóiler:
los incendios forestales que están asolando especialmente a las
regiones de Galicia, Castilla-León y Extremadura no es un problema
de falta de competencias de esas comunidades autónomas sino de
incompetencia en su prevención y en su gestión de los gobiernos
regionales.
Como en el famoso chiste de
Gila me he debatido repetidamente estos días con el “¿me meto,
no me meto?”, en el debate en el que, como siempre, y ante
cualquier tema, los todólogos o expertos en todo, saltan a la
palestra con el atrevimiento que les da su ignorancia y con la
seguridad que les proporciona la cobertura que van a disponer
arrimando el ascua a su sardina, (perdóneseme la metáfora en
un asunto tan delicado en el que desgraciadamente se está
produciendo, además del desastre ecológico, la pérdida de vidas
humanas).
Finalmente he decidido mojarme
en el asunto, respetando a todas las personas que intervienen, de
buena fe, e incluso aquellos que lo hacen de manera más o menos
interesada, en este debate, pero despreciando las opiniones que se
están vertiendo por los negacionistas del cambio climático o por
aquellos que se apuntan a un bombardeo, siempre que sea contra
‘el Sánchez’, (he sentido vergüenza ajena al escuchar al
presidente de una comunidad autónoma referirse así al presidente
del gobierno, en comparecencia pública, lo que da muestra del nivel
barriobajero al que han llegado algunos representantes
institucionales).
Escribo desde la experiencia
de haber trabajado durante muchos años años en la gestión
forestal, de haberme aterrorizado por el ruido y el calor de las
llamas, incluso a mucha distancia del fuego; de haber llorado al
sobrevolar en helicóptero un incendio días después de la
catástrofe, y de haber pateado todo el perímetro de varios de ellos
para elaborar un proyecto de restauración; de conocer a muchos
profesionales que trabajan en la prevención y en la extinción de
incendios (de los que se juegan la vida literalmente); y escribo
desde mi actual dedicación como profesor de restauración de la
biodiversidad en la Universidad de Granada, en el que analizamos
hacia dónde deben ir dirigidas las políticas forestales y la
gestión de los espacios naturales en un contexto de cambio global en
el que se incluye el cambio climático como uno de los principales
motores, aunque no el único. En este campo hay, afortunadamente,
mucha ciencia y lo que debe hacer la Política es aplicar el
conocimiento disponible a la acción pública en esta materia.
A
esta alturas del verano, estamos
ante uno de los peores años en
incendios forestales en España.
Según
datos del Sistema Europeo de Información sobre
Incendios Forestales y del Ministerio para la Transición Ecológica
y el Reto Demográfico, a fecha del 21 de agosto, 2025 se
ha posicionado ya como el año más destructivo de la última década.
Se estima que más de 396.791 hectáreas (datos provisionales) han
sido arrasadas por el fuego, una cifra que supera las 306.555
hectáreas quemadas en 2022, que hasta ahora era el peor año de este
siglo.
Las
estadísticas señalan también que estamos ante un año con menos
incendios pero más grandes (230 fuegos hasta mediados de 2025,
en comparación, por ejemplo, con los 493 del año 2022) siguiendo la
tendencia en la que hay menos eventos pero los que ocurren son de una
magnitud mucho mayor, conocidos como Grandes Incendios Forestales
(GIF), -aquellos que superan las 500 hectáreas-. Estos GIFs, aunque
representan un pequeño porcentaje del total de siniestros (alrededor
del 0,2% en la última década), son responsables de aproximadamente
el 50% de la superficie total quemada.
Esta
situación pone de manifiesto la vulnerabilidad de nuestros bosques y
la complejidad de su gestión. El debate sobre sus causas y
soluciones es tan recurrente como las llamas que arrasan nuestro
territorio cada verano, pero suele ocurrir con demasiado calor
ambiental y en las cabezas. Analizaré el fenómeno desde tres
perspectivas que considero clave: la división de competencias, el
papel del cambio climático y la urgente necesidad de adaptar
nuestras políticas de gestión forestal, dejando para el final
algunas conclusiones que espero sirvan como “call the action”.
La división de
competencias: un entramado complejo.
La
gestión de los incendios forestales en España es un perfecto
ejemplo de la estructura administrativa del país, derivada
de la arquitectura constitucional del Estado Autonómico.
Las
comunidades autónomas ostentan las competencias en materia de
prevención y extinción de
incendios.
Ellas son las responsables de elaborar los planes de prevención, de
organizar los equipos de bomberos forestales y de coordinar las
labores de extinción a nivel regional. Sin embargo, el Gobierno
central, a
través del Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto
Demográfico,
mantiene un papel de coordinación y apoyo, en
el caso de
incendios de gran magnitud, movilizando
medios
aéreos y terrestres de la Unidad Militar de Emergencias (UME) del
Ministerio de Defensa
y del propio MITECO
para reforzar a las comunidades autónomas.
En
el momento en el que escribo hay
2.400 militares de la UME en acción (1.400 en ataque
directo y 2.000 en misiones de apoyo y relevo) que cuentan con 450
medios (maquinaria, drones, vehículos…). El MITECO tiene en los
diferentes frentes activos 640 bomberos forestales con 56 medios
aéreos, 7 autobombas
y las pick-ups
necesarias
para el funcionamiento del operativo. A la aportación del gobierno
central habría que añadir la inestimable colaboración de los
cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado (5.000 agentes de la
guardia civil, 350 policías nacionales y 200 miembros de Protección
Civil a
día de hoy).
No
parece por tanto adecuada la queja de algunos dirigentes políticos
regionales y del líder de la oposición que, como en otras
ocasiones, están
orientadas
a desviar la atención y a intentar
difuminar la
disminución de las inversiones en prevención
y extinción
de
incendios forestales y
utilizar de nuevo una catástrofe para confrontar con el gobierno de
Pedro Sánchez.
Pondré
solo
un ejemplo que puede resultar ilustrativo.
Mientras el gobierno de Castilla-León reclamaba más medios al
gobierno de la nación, mantenía aparcados, inutilizados, otros
medios recibidos. Al desvelarse el asunto y ser pillados con el
carrito de los helados, se han despachado con un simple “lo
siento, no volverá a ocurrir”,
emulando al ‘emérito’.
Lo
que sí está resultando evidente es la incompetencia en la gestión
de los dispositivos regionales contra incendios, (fallos de
coordinación, falta de previsión en algunas contrataciones,
opacidad
informativa...),
la disminución de la inversión de las comunidades autónomas en los
últimos años, tanto en prevención como en extinción y, en algún
caso, la deriva hacia la privatización de estos servicios públicos.
El cambio climático: el
acelerador de la tragedia.
Negar
la incidencia del cambio climático en los incendios forestales es
ignorar la realidad.
Todas
aquellas personas que declaran que “siempre
ha hecho calor en agosto”
o los que nos llaman ‘fanáticos climáticos’ a los que señalamos
que estamos ante un escenario diferente al que nos enfrentábamos
hace unas décadas, están haciendo un flaco favor a la hora de
enfrentar y resolver la delicada situación.
El aumento de las temperaturas, la reducción de las precipitaciones
y la proliferación de fenómenos meteorológicos extremos -como la
prolongada
ola de calor de este mes de agosto-
crean un escenario perfecto para la propagación de las llamas.
La vegetación se seca, se convierte en un combustible altamente
inflamable y los días de alto riesgo se multiplican. El
cambio climático no provoca los incendios
-es
cierto que la
gran mayoría son de origen humano, ya sea intencionado o
accidental-, pero
sí aumenta
su probabilidad, los
magnifica
y dificulta su extinción.
Convierte fuegos pequeños en gigantes, conocidos
como megaincendios o incendios de sexta generación,
que escapan al control de los equipos de
extinción,
ya
que alteran la dinámica de las capas altas de la atmósfera y
generan vientos que pueden ser muy difíciles de modelar, por lo que
se hace muy difícil predecir el comportamiento del fuego.
Pero igualmente influyente son
otros motores de cambio global como la urbanización en interfaces
urbano-forestales, la ausencia de medidas de gestión adaptativa en
nuestros montes o, en algunos casos, el insuficiente dimensionamiento
de los dispositivos de prevención y extinción y la precariedad de
salarios y de medios con la que trabajan los profesionales.
La
adaptación de los montes: la clave para el futuro.
Si
el cambio climático ha cambiado el tablero
de juego,
nuestras políticas forestales también deben hacerlo. Es urgente
dejar atrás la visión de ‘bosques intocables’ y adoptar una
gestión
forestal activa.
Ello
implica silvicultura
preventiva, impulso
de la ganadería extensiva tradicional,
recuperación
del mosaico agroforestal y
una adecuada ordenación
del territorio.
Este debe ser el verdadero
significado de los que se ha dado en llamar, de manera simplista,
“apagar los fuegos en invierno”, o actuaciones de gestión
de las masas forestales para la prevención de los incendios. Sería
más adecuado considerar que lo que debemos realizar es una gestión
adaptativa de nuestros montes, lo que en Andalucía se ha bautizado
como una transición hacia el paisaje mediterráneo del siglo XXI,
esto es, montes con discontinuidades, heterogéneos,
multifuncionales, lo que implica políticas públicas de
restauración de la naturaleza basadas en la gestión adaptativa ante
el cambio global. El objetivo es avanzar hacia ecosistemas con
mayor biodiversidad, más resilientes y más resistentes ante el
fuego y también ante otros agentes agresivos causados o favorecidos
por el cambio climático: decaimiento forestal, incendios, plagas,
sequías extremas, pérdida de biodiversidad… Esta reorientación
de la política forestal debe servir además para frenar la
despoblación y para la creación de empleo en el medio rural,
así como para dinamizar un tejido económico asociado a estas
actividades.
Lo que debemos desterrar de
nuestro lenguaje (y sobre todo de nuestras cabezas) es lo de “los
montes están sucios y llenos de matojos y maleza”,
y por lo tanto hay que dejarlos ‘limpios’ (lo que algunos
entienden sin ninguna vegetación). Es cierto que desgraciadamente
hay mucha suciedad, mucha basura, en algunos espacios naturales, como
en los ríos o en las playas, que proviene de la mala educación
(así, sin el apellido ambiental) y del comportamiento irrespetuoso
con la naturaleza de demasiadas personas. Pero no es adecuado
referirse a que el monte está sucio cuando hay diferentes estratos
de vegetación, que forman parte de una sucesión natural, en
muchos casos originada por el abandono rural y que en función de las
condiciones meteorológicas va variando cada temporada.
En primer lugar debemos
entender que a mayor biodiversidad los montes son
más ricos y más resilientes y en segundo lugar hay
que saber que no es sostenible (ni económica ni
ambientalmente) mantener los bosques como si fueran un parque
urbano. La teoría, que ya ha calado en USA en la segunda era
Trump, de cortar los árboles para que no se quemen, encierra un
concepto antiguo y productivista de los montes muy alejado del papel
que en la actualidad debe otorgárseles como fuentes de bienes y
servicios ecosistémicos necesarios para el bienestar de nuestra
sociedad. El monte no tiene la culpa de que alguien lo queme, a veces
con un interés más o menos oculto (urbanístico, generación de
pastos… o ahora probablemente en algún caso para el despliegue
irracional de energías renovables).
En
este contexto el Pacto de Estado frente a la emergencia
climática, ofrecido por el presidente del Gobierno, no solo es
oportunísimo sino que es necesario para establecer una
más clara co-gobernanza, (que implique también a los
ayuntamientos), lo que supone un gran desafío para la colaboración
y coordinación entre administraciones, dejando claro que las
competencias en extinción y prevención de incendios, residen
fundamentalmente en las comunidades autónomas.
También
debe resultar meridianamente claro que la necesaria respuesta debe
ser abordada con políticas
basadas en la
evidencia
de
la emergencia climática,
dispositivos
públicos de extinción bien dotados y profesionales bien formados y
dignamente remunerados,
que implica, entre
otras cuestiones, una
mayor
inversión
en la
capacidad
de detección y
en
la extinción
temprana.
En
todo caso debemos aprender, de una vez por todas, que la lucha
contra los incendios forestales
no
se libra solamente
en
verano con cubas de agua, mangueras,
aviones, drones y toda la parafernalia que se quiera, sino
durante todo el año con
políticas activas en los montes y con una mayor conciencia
de la sociedad. El
cambio climático exige anticipación y una transformación de la
gestión forestal hacia “paisajes adaptados” que reduzcan la
vulnerabilidad y
aumenten su resiliencia.
Hablemos, en caliente si
queremos, de quién tiene la culpa de los incendios forestales,
echémonos en cara “quién puso más” como dice la
canción, pero cuando llegue el otoño, no nos olvidemos de la
necesaria reorientación de las políticas públicas de prevención y
extinción de incendios teniendo en cuenta el impacto del cambio
global en los ecosistemas mediterráneos.
Por una vez, y a ver si sirve
de precedente, la derecha centrada y moderada, la que aspira a
gobernar, aunque se haya quedado anclada en ser oposición a todo,
sin alternativas, (de la ultraderecha no espero nada positivo tampoco
en este campo), debe apostar por políticas de Estado con mirada
larga y abandonar el “cuanto peor, mejor”, que lleva
practicando tantos años; Feijóo debe dejar de sucumbir al populismo
demagógico y utilizar cualquier asunto como una política de
confrontación contra el gobierno de Pedro Sánchez. Y, si le queda
autoridad, el líder de la oposición debe ordenar a sus barones, y
baronesas, que se sienten a dibujar una estrategia, que más allá
de pensar en las próximas elecciones sirva para dejar una mejor
herencia a las siguientes generaciones. Si el PP
gobernara en el futuro se vería beneficiado de este asunto de gran
calado y, aunque no llegara a hacerlo, también porque demostraría,
al menos en esta ocasión, que es capaz de llegar a acuerdos de
interés general. En ambos casos, la sociedad en su conjunto vería
que sus representantes públicos son capaces de alcanzar un consenso
ante la acción ante el cambio climático lo que serviría para
cambiar el clima político, cada vez menos respirable.